
LA SOMBRA DE LA BANCA VACÍA
Todos los días, a la misma hora, mientras regresaba del trabajo, él pasaba por aquella calle estrecha que se abría como un pasillo entre árboles viejos. Y siempre estaba ahí: el hombre de la banca.
No hablaban, no se conocían, ni siquiera un gesto de saludo cruzaba entre ellos. Sin embargo, su presencia era tan constante que, con el tiempo, se volvió parte de la rutina, como el sonido del viento o el olor de la panadería cercana.
Había algo en su quietud que le transmitía calma. El hombre de la banca miraba siempre hacia adelante, con una serenidad extraña, como si esperara algo… o a alguien. Y aunque jamás intercambiaron palabras, él se acostumbró a buscarlo con la mirada, como quien necesita confirmar que todo sigue en su lugar.
Hasta que un día, la banca estuvo vacía. Pensó que quizá era casualidad. Al siguiente día, volvió a estarlo. Y al tercero, y al cuarto. Una inquietud le fue creciendo por dentro.
Preguntó en la tienda de la esquina. “Ah, ¿el señor de la banca? Sí, lo conocíamos de vista. Se llamaba Andrés… murió la semana pasada. Dicen que venía cada tarde a esperar a su hijo, que se fue de la ciudad hace años y nunca volvió.”
El corazón se le encogió. Esa banca, que siempre creyó parte del paisaje, escondía una historia de espera, de esperanza, de ausencia.
Desde entonces, cada vez que pasa por esa calle, sus pasos se hacen más lentos. A veces se detiene, y por unos segundos mira la banca vacía. Y aunque nunca lo conoció, lo recuerda.
Porque hay presencias que nos marcan, incluso sin palabras. Y hay ausencias que nos enseñan que siempre hay una historia detrás de lo que parece cotidiano.
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